18 octubre 2016

El Arco de Caparra

Los lugares que uno recorre cuando anda en el Camino, se van presentando, debido a uno va a pie, lentamente, como un complemento del paisaje que se acaba de dejar atrás. Hay veces que parece una película en cámara lenta, donde todos los detalles se van clarificado a medida que va cambiando de escena y foco.
Eso sucede en el día a día del Camino, por eso no es extraño que uno se vaya compenetrando con sus alrededores y parece que se mimetizara con el espacio y tiempo. Pero hay veces que uno llega a lugares que resaltan, que rompen la norma e invitan a detenerse, pensar, explorar y maravillarse.

Después de haber pasado por Salamanca, Cáceres, Plasencia y ruinas como las de Castrotorafe o el Monasterio de Granja de Moreruela, uno no espera sorprenderse mucho. Pero siempre hay algo por ver, diferente o que te intrigue.
El trecho antes de llegar al Arco de Caparra, es bonito, relativamente solitario, los toros y las dehesas son la compañía constante. Se ve poca o casi ninguna persona, a lo mucho algún tractor trabajando a la distancia, por lo tanto se presta para perderse en uno mismo, deporte favorito de los peregrinos.

En eso me encontraba, totalmente disfrutando del trayecto y de la soledad del Camino, cuando inesperadamente, a la salida de un bosque, me encuentro de narices frente al Arco de Caparra. 
Después de haber visto innumerable cantidad de fotos del lugar, no esperaba que me sorprendiera al llegar, pero la verdad que fue un momento impresionante.

La majestuosidad del lugar va más allá de lo edilicio y de todo lo físico que lo rodea, son simplemente otro grupo de ruinas romanas de las que he visto en cantidades. Roma, Mérida, Sibari, Segovia y muchos otros lugares las tienen más grandes y mejor preservadas, pero este lugar en medio de la nada, rodeado de un paisaje pastoral inigualable, tiene una energía que no he sentido en ningún otro lugar del mundo que yo conozco. Quizás esté más relacionado con el peregrinaje que con la historia en sí.

Me descolgué la mochila y me senté  en unos bloques de piedra, mi estado de ánimo era súper positivo porque me sentía fuerte y contento, pero al sentarme a contemplar lo que me rodeaba, se me cayeron las lágrimas. No sé porque, pero de a poco la cabeza se me comenzó a llenar de historias que no sabía, de tiempos que no viví, de gente que no conocía. Sin saber cómo en ese momento me transforme en un romano de los tiempos de Caparra, recorrí sus callejones de piedras, sentí el olor de sus hornos y el ruido de sus herreros, me compenetre tanto que me parecía que yo había vivido todo eso.

No sé qué estaba pasando conmigo, pero una energía que no conocía, se había apoderado de mí, ¿sería que la reencarnación existe y que yo en otra vida había pasado por aquí? ¿O simplemente que debido a tantas horas solo en el Camino, mi mente estaba predispuesta a esta especie de alucinación?

En verdad no tengo respuesta para esas preguntas, pero sí sé que eventualmente voy a volver a ese lugar, las emociones y sensaciones que sentí en el Arco de Capara, me abrieron a examinar un monton de mis creencias y a estudiar un poco más sobre esos temas.

Se puede decir que soy un peregrino al borde de la locura, o que soy una persona loca por peregrinar, pero al fin y al cabo, simplemente, estas son cosas que pasan en el Camino.

04 octubre 2016

Las viejas bodegas, abrazadas al pasado

Las vi por primera vez en el Camino Francés, después las visite en Genestacio de la Vega y en mi último Camino, al llegar a Faramontanos de Tabara me volví a topar con ellas y fue una experiencia interesantísima.
En Genestacio de la Vega, mi amiga Sandra me invito a visitar la antigua bodega subterránea de su abuelo, se encontraba en las afueras del pueblo en una pequeña colina. Don Baltasar, supuestamente la cuidaba muy bien, hasta el día que el cuerpo y el tiempo se lo prohibieron, el día que la visite, se notaba que hacia años que nadie entraba y hasta me dieron ganas de agacharme y empezar a ordenarla y limpiarla, para ponerla como el acostumbraba a mantenerla.

La zona parecía totalmente abandonada, pero no era así, en una de las bodegas, Pedro, un vecino de la zona todavía mantiene la tradición viva y todos los días visita su bodega en compañía de su nieto. Allí pasan el día los dos, el abuelo entre vinos y cortes de jamón o chorizo, el nieto corriendo afuera detrás de una pelota o yéndose hasta una viña cercana donde cosechan unas uvas deliciosas. Tuve la suerte que me invitaron a conocer su refugio y compartir con ellos un poco de su vino y su jamón.

Fue un momento muy especial, ya que Pedro, muy conversador, me contaba historia del pueblo y de la zona… donde tiempo atrás habían muchas viñas, hoy solo queda la suya.

Más adelante, en La tierra del Cubo del Vino, me volví a encontrar con las bodegas, gran cantidad de ellas se encuentran justo a las afueras del pueblo. Ahí también intente conocerlas por dentro, pero no encontré ni un alma, parecía más bien un cementerio abandonado, pero la zona tenía cierta cosa, que me invitaba a recorrerla en su totalidad, por un buen rato me senté en un tronco frente a una de estas bodegas abandonadas y por la mente me pasaban imágenes que yo suponía que habrían sido vividas en el lugar.
Cuando volví al albergue, Loli, la hospitalera del lugar, me dijo que todavía había muchas de ellas que guardaban deliciosos vinos, pero que hoy día las usaban más como un lugar para visitar los fines de semana  para una corta visita, otras para organizar comidas familiares o de amigos.

Pero en el Camino Sanabrés al llegar a Faramontanos de Tabara, justo por donde el Camino entra al pueblo, en una de las primeras casas, Valentín, un hombre que andaría rondando sus ochenta y pico, se encontraba en la entrada de su bodega. Me saludo con un efusivo “Buen Camino”, le conteste en forma y me acerque para mirar la entrada de su preciado lugar. 
Una larga escalera llevaba a la parte escavada, se veía limpia, prolija, se notaba que Don Valentín la usaba y cuidaba mucho. Me invito a visitarla y tomar un poco de su vino, yo que venía cansado y agobiado por el calor, acepte enseguida, para disfrutar del frescor del pasaje subterráneo y meterme entre pecho y espalda  un vasito de vino casero.

Fue una visita interesante, por las historias del pueblo y de peregrinos que me contaba y por la oportunidad de sentir ese olor a tierra y uva, que me transportaba a otros tiempos. La visita se alargaba, pero yo tenía que seguir, Tabara estaba a unos 5 o 6 kilómetros y deseaba llegar al albergue, para ver a mi amigo José Almeida y descansar.

Le ofrecí al buen hombre que me acompañara hasta el bar del pueblo para invitarlo con un café, pero me dijo que iba solo una vez al día, generalmente al atardecer. Así que nos despedimos y agradeciéndole la hospitalidad, seguí mi Camino.

Cuando paso por el bar, se me ocurre entrar, me tome un café y al pagar, le digo al dueño del lugar que quería dejar un café pago para Valentín, que es un parroquiano que generalmente se acercaba al bar por las tardes. El hombre se sonrió y me dijo… “Asi que se encontró con mi padre en la puerta de su bodega, a que lo invito a tomarse unos vinitos, ese viejito lindo, siempre sacándome los clientes”… Me dio un apretón de manos y sin cobrar ni siquiera mi café me deseo un “Buen Camino”.

Son cosas que pasan en el Camino.