Y a veces pienso que lo que más extraño es la soledad.
Los kilómetros se van subiendo al cuerpo, las subidas y bajadas te
hacen sentir poderoso, tus piernas y tus pulmones responden como deseas, miras
el horizonte donde se recortan montañas maravillosas o valles interminables,
los verdes y los ocres se mezclan, las nubes blancas que a veces están a tus
pies, con su blanco espumoso le dan un fondo surrealista al paisaje siempre
cambiante.
Alrededor, nadie, tú con el bordón, la mochila y los ojos tan abiertos
que parece que se van a salir de la cara. Se te llena el alma de sonidos y
de aromas que se sienten placenteras, todo parece que te envuelve y te
arropa, como protegiéndote y aislándote del mundo real, de las rutinas
cotidianas, de los dolores y amores de todos los días.
Y se vuelve adictivo, cuando estas en el Camino, eres uno, cuando
vuelves a casa eres otro. Pero ese otro tiene ya dentro una mezcla grande de lo
que fuiste y sentiste en la montaña o en el valle, donde de a poco
reflexionabas sobre temas íntimos que en el día a día de la vida “normal” ni te
pasan por la mente.
Las horas que caminas solo, te van edificando ese “otro yo”, que tiene
mucho de lo que realmente eres, pero que de a poco va integrando cosas que la
soledad te va enseñando de ti mismo, cosas que siempre estuvieron dentro tuyo
pero a las que nunca recurres o simplemente no te dabas cuenta que tenías.
Cuando vuelves del Camino, en realidad nunca vuelves, porque todos los
días de una forma u otra en cada cosa que haces, se nota la estampa de ese
“otro yo” que te dejo el Camino.
No lo digo por lo que me contaron, lo digo porque lo vivo
constantemente, en cada decisión que tomo o en cada cosa que hago, siento que
ahora lo hago con más ecuanimidad, con la mente mas abierta, con el corazón más
dispuesto a hacer más felices a los demás, porque yo ya sé dónde soy feliz y
porque.


