La salida de Orense por el puente romano y después las
grandes y continuas subidas del Camino Real, no dan mucho respiro, hasta
que se llega a la Ermita de San Marcos. Los campos todos negros y quemados por
un incendio reciente, acompañan la subida hasta Tamallancos. El esfuerzo
físico, por el camino empedrado y después por los desniveles existentes,
obligan a concentrarse en el caminar. Desde lo más altos las vistas del valle y
el vapor de las aguas termales del Miño se divisan desde lejos.
Al tranco, seguí rumbo a Cea, donde esperaba comerme un poco de su
famoso pan. El día era caluroso pero aceptable, los bosques de 1000 verdes de
Galicia me acompañaban y parecía que todos los pájaros del Camino se habían
despertado para viajar juntos y conmigo. Me traía a la memoria mis paseos con
mis queridos padres y mi hermano, paseos que siempre terminaban con los cuatro
en un campo o monte, libres y al aire libre. De los cuatro quedo yo solo y cada
poco revivo aquellos momentos.
Un viejo puente romano, muy antiguo pero entero, apareció frente a mí
con sus gigantescas piedras como piso y sus parapetos donde todavía se
distinguían los símbolos romanos originales. Lo miraba de lejos y me intrigaba,
pero a la vez sentía que era como si fuera a transportarme a otro tiempo.
Del otro lado, a la sombra de los árboles, me esperaban ellos, sobre
una mesa el guisado de perdices, típico de nuestros viajes, sentados en sus
sillas plegables, mi padre y mi hermano saboreaban un vaso de grappamiel, su
bebida preferida. La mesa pronta para comer y una silla esperando por mí, los
aromas eran de campo y comida casera. Mi madre, como siempre, ajetreaba
alrededor para que todo fuera perfecto, hasta llegue a detectar el suave aroma
de la crema que ella usaba para sus manos. Me miraron sin mostrarse
sorprendidos de mi llegada, comimos en silencio constantemente cruzando
nuestras miradas, sin nostalgia, sin miedos, sin penas.
No sé si fue un minuto o muchas horas, terminada la comida nos paramos,
nos abrazamos fuertemente y los tres después de darme un beso en la frente, se
despidieron de mi con un… “Hasta que nos volvamos a ver…”, yo quise responder
“hasta pronto”, pero no me salieron las palabras.
Después de esta alucinación que había tenido y que me había dejado
contento, melancólico, con la panza vacía y el espíritu lleno, seguí rumbo a
Sobreira, sonriendo y cantando canciones de tiempos pasados.
Son cosas del Camino.


